miércoles, 11 de junio de 2014

Los ojos que no ven

Me miró con los ojos cerrados. Cómo si eso fuera posible.
Tic-tac-tic-tac.
Lo llevaba haciendo toda la vida. Párpados rosáceos y temblorosos, frágiles.
Diminutas venas azules amenazando con estallar.
Una retina que acierta a ver a través de una, aunque fina, superficie opaca.
Lo miré. Lo observé mientras estaba ahí tumbado en su lado de la cama.
Algo se me resquebrajó por dentro.
Tic-tac-tic-tac.
La vida.



1968.
Un atardecer soleado en Junio.
Bajábamos agarrados del brazo por la Gran Vía.
En aquella época, sólo con estar cerca de él mis pezones endurecían. Sentía humedecer mi entrepierna. Me sudaba la espalda y sonreía constantemente. Algo en la boca de mi estómago me acariciaba las entrañas.
Tenía veintitrés años. Me refiero a mi. El estaba a punto de cumplir los cuarenta y dos.
Era alto, de complexión atlética. Sus brazos me convertían irremediablemente en una presa fácil. ¡Cómo resistirse a su abrazo...!
Vestía siempre pantalones de pana, hiciera un frío polar o un calor caribeño y sus labios ricos en carnes, proporcionados, de una extraña manera incluso simétricos, eran para mi, entonces, suficiente alimento, calor y fuego.
Recuerdo el momento exacto en el que ocurrió por primera vez. Estábamos sentados en un banco muy cerca de la ría. Las campanas de la iglesia San Nicolás anunciaban las ocho de la tarde y aún circulaba una brisa veraniega. No recuerdo de qué, yo me reía. Pero me reía a carcajadas; con la boca bien abierta y convulsionando todo mi cuerpo. Agarró mi cara con las dos manos, delicado, aunque seguro y firme. Me atrajo hacia sí y me besó; suave, lentamente primero, con ternura; y apasionadamente después. Era la primera vez que nos besábamos y, cuando nos separamos, el aún tenía los ojos cerrados. Así, sin mover un sólo centímetro de su cuerpo, me pidió, casi susurrándolo, que me casara con él. Tenía los ojos cerrados y, sin embargo, estaba viéndome completamente descorazada, inocente, fiel. Suya. Me estaba viendo el alma.
Yo, joven y enamorada como estaba, hice lo único razonable que podía hacerse: me abrí a él y le entregué mi corazón. Cerré los ojos yo también, y, mirándole fijamente, dije que sí.


Casi cuarenta y seis años después seguía despertándome cada mañana con sus ojos cerrados clavados en mi nuca. Esos preciosos ojos que sabían encontrarme e iluminarme incluso cuando todo era oscuridad.

Tic-tac-tic-tac.
Estaba paralizada.
Me abracé a mi misma. Con mis manos fui poco a poco recorriendo mis propias arrugas y cicatrices. Lo hice tal y como lo hubiera hecho él. Y me acordé de aquella primera vez que me miró con los ojos cerrados, mientras los míos propios se empañaban por ese dolor que iba subiendo poco a poco desgarrándome por el camino.
Tic-tac-tic-tac.

Sonó el timbre. Por fin. Venían a llevárselo.