Me miró con los ojos cerrados. Cómo
si eso fuera posible.
Tic-tac-tic-tac.
Lo llevaba haciendo toda la vida.
Párpados rosáceos y temblorosos, frágiles.
Diminutas venas azules amenazando con
estallar.
Una retina que acierta a ver a través
de una, aunque fina, superficie opaca.
Lo miré. Lo observé mientras estaba
ahí tumbado en su lado de la cama.
Algo se me resquebrajó por dentro.
Tic-tac-tic-tac.
La vida.
1968.
Un atardecer soleado en Junio.
Bajábamos agarrados del brazo por la
Gran Vía.
En aquella época, sólo con estar
cerca de él mis pezones endurecían. Sentía humedecer mi entrepierna.
Me sudaba la espalda y sonreía constantemente. Algo en la boca de mi
estómago me acariciaba las entrañas.
Tenía veintitrés años. Me refiero a
mi. El estaba a punto de cumplir los cuarenta y dos.
Era alto, de complexión atlética. Sus
brazos me convertían irremediablemente en una presa fácil. ¡Cómo
resistirse a su abrazo...!
Vestía siempre pantalones de pana,
hiciera un frío polar o un calor caribeño y sus labios ricos en
carnes, proporcionados, de una extraña manera incluso simétricos,
eran para mi, entonces, suficiente alimento, calor y fuego.
Recuerdo el momento exacto en el que
ocurrió por primera vez. Estábamos sentados en un banco muy cerca
de la ría. Las campanas de la iglesia San Nicolás anunciaban las
ocho de la tarde y aún circulaba una brisa veraniega. No recuerdo de
qué, yo me reía. Pero me reía a carcajadas; con la boca bien
abierta y convulsionando todo mi cuerpo. Agarró mi cara con las dos manos,
delicado, aunque seguro y firme. Me atrajo hacia sí y me besó;
suave, lentamente primero, con ternura; y apasionadamente después. Era
la primera vez que nos besábamos y, cuando nos separamos, el aún
tenía los ojos cerrados. Así, sin mover un sólo centímetro de su
cuerpo, me pidió, casi susurrándolo, que me casara con él. Tenía
los ojos cerrados y, sin embargo, estaba viéndome completamente
descorazada, inocente, fiel. Suya. Me estaba viendo el alma.
Yo, joven y enamorada como estaba, hice
lo único razonable que podía hacerse: me abrí a él y le entregué mi corazón. Cerré los ojos yo también, y, mirándole fijamente, dije que sí.
Casi cuarenta y seis años después
seguía despertándome cada mañana con sus ojos cerrados clavados en
mi nuca. Esos preciosos ojos que sabían encontrarme e iluminarme
incluso cuando todo era oscuridad.
Tic-tac-tic-tac.
Estaba paralizada.
Me abracé a mi misma. Con mis manos
fui poco a poco recorriendo mis propias arrugas y cicatrices. Lo hice
tal y como lo hubiera hecho él. Y me acordé de aquella primera vez
que me miró con los ojos cerrados, mientras los míos propios se
empañaban por ese dolor que iba subiendo poco a poco desgarrándome
por el camino.
Tic-tac-tic-tac.
Sonó el timbre. Por fin. Venían a
llevárselo.