martes, 8 de diciembre de 2015

Quiero escribir



Quiero escribir sobre el verano pasado. Y también sobre el anterior. Quiero escribir sobre cuánto te quería a ti que ya no estás; y a él. Quiero escribir sobre el aroma del café recién hecho por las mañanas, una ducha ardiendo en pleno invierno, el sabor confuso del primer beso. Quiero escribir sobre las ganas de llorar y el dolor muy intenso. Quiero escribir sobre el olor de su pelo y cómo se sienten sus abrazos. Quiero escribir sobre todas las cosas que me callé, que no dije en su momento. Quiero escribir sobre cuánto, cuánto, cuánto me gustaría, me encantaría, tener algún día todo el pelo blanco. Quiero escribir sobre cómo me ponen los brazos fuertes y las espaldas anchas. Quiero escribir sobre lo molestos que son los pies fríos y la tos seca. Quiero escribir sobre el mejor día de mi vida, sobre el peor, sobre cómo sería imposible decidir cuáles fueron. Quiero escribir sobre cómo se siente una al llorar de alegría, al reír hasta llorar, al reír por no llorar. Quiero escribir sobre el daño que me hicieron, el que me hicieron queriendo y el que me hicieron sin querer, y también sobre el que yo hice. Quiero escribir sobre todas las cosas por las que estoy agradecida, sobre los regalos que caen de arriba. Quiero escribir sobre la risa escandalosa. Quiero escribir sobre lo que se siente cuando tu pecho desnudo se funde con el pecho de otro alguien. Quiero escribir sobre la espera, sobre el hambre en el mundo, sobre la luz que emana el cielo en las noches de luna llena. Quiero escribir sobre la paz y sobre la guerra. Quiero escribir sobre el miedo a la muerte, pero, más que nada, sobre al amor a la vida.

Sobre todo esto y mucho más quisiera ponerme a escribir. Luego lo intento, me planto delante del papel, y las palabras no acuden. El blanco del papel me desafía frente a frente. Y yo no avanzo, no llego a ninguna parte, las palabras no salen. Quiero, pero no puedo.

lunes, 19 de octubre de 2015

Naizena

Le viol-Rene Magritte (1934)

Hartu hitz bat eta emaiozu buelta. Buelta erdi bada ere. Bilurrik ez, salto egin begiak itxita.

Besarkatu zarena, besarkatu naizena.

Malkoak barrurantz joan daitezela. Galdu daitezela noraezean. Argitik urrun. Eta hain gertu aldi berean.

Orratzak, itzalak: zitalak. Desertuetako amets gaiztoak. Binaka, eskutik ebatuta. Azalean txertatuta bezala.

Erraiak alderantziz jarriarazi dizkidazu. Naizen dana, daukadan guztia. Zure esentziaren margoarekin nahastuta, izkutatuta. Arnasa hartzea galarazten didan ekaitz motela. Egunez orduak luzarazten dizkidan agonia barregarria.


Deitu ganbaran gordetako desioak eta eraman nazazu zure izara arteko fantasietara jolasean. Izarren begiradapean eskeinitako eskua, gau erdian aurkitutako beroa. Zure arnasaren zapore gozoa nire zirrikitu guztiak kiskaltzen. Barren-barrenean tripak erretzen, baretzen, gogobetetzen. Asetzea ezinezkoa den gose sakon eta bortitza. Basatien antzera zure ezpainak jateko prest. Zarena irensten, naizena eskeintzen.

jueves, 3 de septiembre de 2015

Socrática

Hoy que la blanquecina bruma de unas hermosas horas te envuelve las vísceras. Ahora; ahora, que los pálpitos de tus intestinos te revuelven la consciencia y la conciencia. Los sonidos de la tierra nos llaman desde las raíces y los soplos de los cielos agitan tus ramas agrietadas.

No sabíamos todavía nada. Y ahora, sin embargo, ahora creemos saberlo (casi) todo. Hace apenas veinticuatro. ¿Horas, días, meses, años o segundos?- te pregunto. Todo; recuerda que las agujas nunca dejan de girar.
Todo y nada en cualquier caso.

Hoy que eres polifacética: niña, anciana y mujer. Que eres pluriempleada: Nerviosa, paciente e inquieta. Ahora; ahora que todas las incógnitas son secretos de estado. Las posibilidades abrumadoramente infinitas de los cambios de marcha y dirección. Sin intermitente. La felicidad escondida en una cajita de marfil en el jardín o un monstruo bajo la cama todos los días.

Sócrates tenía la respuesta a todas tus preguntas:

Sólo sé que no sé nada.


martes, 23 de junio de 2015

Lainoak, olatuak, mendiak; bizitza, finean.

Ihesi doaz lainoak gure buruetatik haratago. Batzuek ur tantak uzten dituzte gure zelaietan oroigarri gisa, beste batzuek begietan soilik antzemateko moduko itzal isil eta lotsatia baino ez. Badira, hala ere, mota berezi batekoak baita, eguzki izpiei pasu ematen dieten horiek; nahiz eta eguna gris esnatu hasperen batean argitzeko gai direnak.
Azken hauek maite ditut nik; edozein delarik haien forma eta kolorea, haien tamaina zein dentsitatea.

Maite ditut itsasoko olatu bortitzak maite ditudan era berean: haien barrenean harrapatu eta barrua oso-osorik mugitzen dizkizuten olatuak, zure mundua atzekoz-aurrera eta goitik-behera aldarazten duten olatuak hain zuzen.
Maite ditut aldapa bortitzez eraikitako mendiak maite ditudan era berean: tontorretik harrokeriaz begiratzen dizuten mendiak, zure neke aurpegia ikustean barrez lehertzen diren mendiak hain zuzen.

Izan ere, lainoek eguzkiari bide ematen dioten antzera, itotzeko zorian egon den olatuak oxigenoari ematen dio paso zure birikietan eta zure hankak eta pazientzia akabatzearekin mehatxatu zaituen mendi-tontor garaiak, harrotasun, kemen eta indarrari ematen die ongietorria.

Hori da ba, azken finean, bizitza: gudaren ostean, bakea; borroka eta gero, atsedena; oztopoak pasata, lasaitasuna; arriskua gainditzean, segurtasuna.

Sebastiao Salgado- Génesis.

viernes, 15 de mayo de 2015

Yo

Tendrás que conformarte con esa de ahí, 
la que me mira, 
coqueta,
desde el espejo.

Tendrás que cogerla de la mano
y hacer que se funda con la tuya,
en un abrazo apenas perceptible
de unos dedos que se buscan.

Tendrás que soportar verla a diario;
tan sólo a medias,
tan sólo a ratos,
tan sólo un poco.

Pues yo me quedo aquí,
en el reflejo, muda y sola.
A un metro de la otra,
la que no me quita el ojo de encima.

Esa que te regalo entera:
en cuerpo y alma,
en mente y espíritu,
en carne y hueso.

Pues yo me quedo en este lado,
donde la luz no puede,
ni cuando lo intenta,
alcanzar mis sombras.

Me quedo con mis secretos;
diminutas amapolas y rompecabezas infinitos, 
ilustres entresijos o llanuras límpidas.
Los guardo enteros para mí.

Pero no; no llores, no sufras.
Tan sólo ocurre que es 
la mejor forma que he sabido encontrar 
para que no te marches de mi lado.

Yo, soy yo.
No tan sólo la sombra de eso otro más grande,
más poderoso. 
Un suspiro,
o un breve reflejo.



miércoles, 22 de abril de 2015

Asociación libre

Las aguas suenan feas. Un vals loco, astuto, aturdido. La mampara de unas sombras ciegas. Tenías un dorso perfecto, y “¡qué abdominales!” Madre mía. Me encantaste.


El tejado amarillento de los edificios solitarios. En las afueras de Madrid. Un edificio antiguo y precioso. Hecho y conservado con una magnitud y una señorialidad importante y compleja, asombrosa.


Recordó de pronto un tiempo y una sensación muy particular, muy especiales a su extraña manera, que resultaban ya muy remotos. Por alguna razón los recordó con cariño.

Fotografía de Dorothi Iannone

La lluvia cae ahí afuera. Es un tópico y no parece una manera muy precisa y acertada para ponerse a escribir. Lo sé; pero como no caer en la tentación siendo exactamente una descripción tan precisa y fiel de la realidad. Es lo que está pasando: anochece, la lluvia cae rara y no hace calor afuera. O al menos para mí, campeona olímpica en destemple. Juego en primera.
Aquí dentro, una lámpara del Ikea suplicante alumbra mi habitación naranja.
Se deduce aquí, en mis dos últimas palabras, que mi habitación es naranja. Un naranja que a mí me encanta. No demasiado chillón y artificial. El tono exacto para no ser hortera y en exceso azuzador. El que te saca de dentro la textura y el sabor precisos. Al menos a mí.
Pero lo que iba diciendo. Que la lámpara color blanco marfil (del exacto color del que será mi precioso vestido de novia, me case o no) me mira en un intento suplicante de ser desprovista de la fina capa de polvo que ya empieza a formarse. Amenaza con hacer la huelga indefinida si no mejoro pronto su precaria situación. Ha tenido que despedir voltios porque no puede seguir manteniendo a toda la plantilla y, en consecuencia, en los barrios más empobrecidos ya han comenzado a robar cobre. Pero es que, ¡qué le va a hacer sí él también va al límite y ha dejado de poder pagar las facturas!  Además, por si los problemas de conciencia no fueran suficientes, su extremidad más sensible, el enchufe, ha recibido algún que otro chispazo en las últimas semanas. En resumen, que me mira diciendo que ya es hora de que le dé la jubilación que le corresponde por el servicio ofrecido en el último lustro. Me lo pensaré, al fin y al cabo se está agustico así cuando llueve ahí afuera. Supongo que estoy convirtiéndome en una auténtica dictadora anarquista. Aunque suene un poco raro.
Las paredes visten fotos de todos los tiempos y tamaños. Y también me custodian una docena de elefantes de todas las formas; camuflados en los rincones más inesperados, colando su trompa y sus grandes y graciosas orejas por todas partes.

Siento los dientes rozando la parte interior de los labios húmedos; ligeramente abiertos estos, sólo en la parte central, un milímetro escaso.
Mis ojos me piden, algo cansados, que les liberé de las peticiones tiránicas y caprichosas del sentido estético y la practicidad. Unas gafas y en seguida a dormir. Descanso hasta mañana, cuando la luz haya despertado de su letargo diario.
Un mechón de pelo aplica el calor correspondiente en la parte derecha de mi frente, que es mi lado más hábil por otra parte. A la parte derecha del cuerpo me refiero. Con la izquierda escribo muy mal y al maquillarme no me manejo. Para masturbarme tampoco es la mejor. Que no soy zurda vaya.
La cabeza no me duele y la boca no me sabe a nada concreto. Supongo que sólo sabe a mí. Sea eso bueno o malo. Una nunca acaba de conocer cómo son los fluidos y olores de su propio cuerpo. Me gustaría probarme y descubrirlo. Y sé que a ti también. Los tuyos propios quiero decir. ¿Conectaríamos con nosotros mismos? ¿Nos caeríamos bien si fuéramos los otros?
Por otro lado, más abajo, las piernas lloriquean de risa con los primeros cosquilleos. Estoy sentada sobre ellas, un poco de mala manera que se diría en plan coloquial, y quieren que cambie de postura y me siente de una santa vez como una señorita, que es lo que soy.

Ahora mismo una canción de Beck, Don´t let it go me acompaña a través de los altavoces de mi ordenador. Me gustaría contaros una historia interesante y divertida de porqué está en mi lista de reproducción, un recuerdo especial de un día especial con una persona especial, pero lo cierto es que aunque no me disgusta, tampoco me entusiasma en exceso y, definitivamente, tampoco tiene una gran anécdota que salga en su defensa y la justifique.
Sin embargo, Spotify me recomienda ahora el último hit de Maná y Shakira, una canción que me ha parecido enternecedora y me ha dado toh el buen rollo, de estas que te dan un poco de calor en el arma, que dirían por el sur. Eres mi amor, mi alegría dicen al unísono. Es un tópico, como mi comienzo, pero tampoco está tan mal, ¿no? Igual que la canción de Beck. Y es que no se pueden escuchar siempre sólo temazos. A veces simplemente el aleatorio no se pone de tu lado y se esfuerza en boicotearte.
El aire entra y sale de mis pulmones cada tres segundos, a un ritmo fijo.


Sin más. ¿Y tú? Cómo te sientas y sientes tú.

miércoles, 8 de abril de 2015

¡Clak! Stop.


Ya débiles, los escasos rayos de sol de una extravagante jornada se arrastraban entre las fachadas tímidamente azuladas de los edificios. Pequeñas casas alineadas. Costado pegado a costado. Rechonchas a su manera y construidas hace más de un siglo; magníficas, señoriales. No obstante, algo marchitas ya, algo quemadas a fuego lento por el pasar hiriente de los días fatigosos. Y también alegres y sabias por las caricias calmadas y amables de los atardeceres cómo aquel.

Los espesos chocolates con churros los domingos.
El tiempo rebobinado. Stop; todo, desde el principio. Dámelo, es mío.
¡Clak!
1998; los granos de arena ahogados en la bañera, estancos, inmóviles antes de desaparecer en la nada para siempre tras un bendito día en la playa.
Empecemos otra vez. Despacio, baja a primera. Susurra con tus latidos. Dime.


Los rayos de sol te atraviesan la cara y te lamen por dentro. Mmm. Las sombras se calientan. Las guerras y el hambre se consumen un poco. El mal permanece, pero no prevalece. Y es que hoy, ya débiles, pero los escasos rayos de luz de una extravagante jornada se arrastran entre las fachadas tímidamente azuladas de los edificios…

miércoles, 1 de abril de 2015

Adán y Eva, placer, sabiduría y felicidad.

Adán y Eva desafiaron a Dios en su mandato de no tomar nada del árbol de la sabiduría y renunciaron así a una existencia cómoda y en armonía con el mundo, con aquel paraíso, el jardín del Edén, que brotaba a su alrededor. Sólo les habían puesto una condición para seguir siendo felices y poder vivir en prosperidad y abundancia, no comer la maldita manzana que colgaba de aquel árbol tan esplendido. No obstante, humanos como eran, e ignorantes además, pues tenían todo lo que se puede desear a su disposición menos conocimiento o sabiduría, se dejaron engatusar por la serpiente y acabaron pecando. Yo a la serpiente me la imagino como al típico amigo regordete, un poco idiota, ese que no te acaba de caer del todo bien, pero que, como conoces de toda la vida, tienes que llamar para las cañitas de rigor del viernes por la tarde-noche. Así me imagino yo pues a la dichosa serpiente, diciendo: NO HAY HUEVOS. A Adán, es casi como si lo estuviera viendo, con el orgullo herido: que no…
Después, como ya sabéis, empezó el bucle de decadencia. Al comer la manzana, los dos enamorados ganaron conocimiento, pero también empezaron a cambiar otras cosas: comenzaron a sentir vergüenza ante la propia desnudez de la que acababan de percatarse y poco a poco dejaron atrás la armonía y el bienestar…el PLACER en mayúsculas. Dios montó en cólera y los expulsó para siempre del Edén poniéndoles de patitas en la calle, en un mundo cruel y salvaje. A juzgar por cómo nos ha ido desde entonces, a veces creo que se desentendió de todos nosotros para siempre jamás.
La moraleja, al contrario de lo que nos hacían creer en las clases de religión del cole, es que el conocimiento es peligroso. Dios ya nos lo advirtió: el saber resulta en vergüenza, miedo y alienación y los humanos somos más felices sin él.
Qué interesante.



En 1916 Bertrand Russell nos regaló una reflexión que guardo con cariño y releo de tanto en tanto. Habla del temor que profesamos al pensamiento. El pensamiento que califica de subversivo y revolucionario, destructivo y terrible. Dice: “¿Debe el trabajador pensar libremente acerca de la propiedad? Entonces, ¿qué nos ocurrirá a nosotros, los ricos? ¿Deben los jóvenes, hombres y mujeres pensar libremente acerca del sexo? Entonces, ¿qué ocurrirá con la moralidad? ¿Deben los soldados pensar libremente acerca de la guerra? Entonces, ¿qué ocurrirá con la disciplina militar? ¡Basta de pensamiento!”
Ese último ¡Basta de pensamiento! que tan bien suena en mis oídos y que tan bien se refleja en mis pupilas al leerlo, me resulta una mera reminiscencia de aquellas palabras del mismísimo Dios Todopoderoso: ¡Basta de conocimiento!

Somos felices de niños. En teoría al menos. La mayoría al menos. Ajenos al mundo vil e injusto que nos rodea al otro lado del velo de ignorancia que cubre nuestros rostros y edulcora nuestros días. Después, crecemos y empezamos a plantearnos algunas cosas, nos hacemos preguntas…en resumen: dudamos. En teoría al menos, la mayoría al menos. Dudamos de los cimientos de una realidad que ya no se sostiene del todo. Y esto, amigos míos, no sólo no le conviene a quien está en el poder, que preferiría que viviéramos en el desconocimiento, en las sombras, respecto a lo que verdaderamente se gesta en los círculos selectos, incluso demoniacos, que manejan nuestros hilos de títeres sin cerebro, sin opinión, sin voluntad. Esto, tampoco nos conviene a nosotros mismos que vemos nuestra felicidad mermada a medida que conocemos más, a medida que ponemos en evidencia los colapsos de un sistema que ya no da más de sí, de una manera de hacer las cosas que sólo busca el bien egoísta y único de quien nos maneja desde arriba.
Y es ahora, en este punto concreto del torrente de pensamientos, cuando una pregunta toma forma de pronto, casi hasta puedo verla: ¿quiénes son ellos? ¿No somos nosotros mismos los que alimentamos el círculo, los que nos empeñamos en formar parte del juego? Me parece que también cae sobre nosotros parte de la responsabilidad…
Pero me estoy poniendo conspiranóica y me estoy alejando del tema en cuestión, que era y sigue siendo: ¡lo felices que son los idiotas! Mon dieu, cuántos quebraderos de cabeza, cuánta angustia, cuántas ganas de llorar sofocadas si tan sólo…tan sólo… ¡fuéramos imbéciles!

Sin embargo, no podemos negar la evidencia. Nuestra humanidad, aquello que nos diferencia de los animales y las bestias, aquello que nos eleva y nos hace grandes, ¿no reside acaso en nuestra capacidad para pensar, nuestra ansia de crecer y nuestras ganas de aprender? El conocimiento es poder y el pensamiento, también en palabras del bueno de Bertrand, es grande, y veloz y libre, la luz del mundo, y la principal gloria del hombre.

Así que la cuestión se reduce a preguntarnos si queremos saber o si preferimos ser bobos contentos. Es legítimo, de verdad que lo es. Pero una vez que emprendes el camino de la duda ya no hay vuelta atrás. No puede uno dejar de pensar de repente. No se puede dejar de pensar porque sería como dejar de ser.



¡Ay!. Yo ahora no puedo dejar de preguntarme que hubiera pasado si Adán y Eva hubieran preferido renunciar a aquella manzana. Si Adán no hubiese tenido huevos…

martes, 17 de marzo de 2015

¿Quién puede matar a un niño?


La graciosa.

No es un archipiélago divertido. No es una isla aguda, cómica, jocosa o festiva. Me digo que quien la bautizo en sus etapas de recién nacida no estaba en su mejor día.

Nada más pisar tierra firme me abrazó una sensación de familiaridad. No necesité caminar más que unos metros para mirar a sus habitantes a los rostros, en la mayoría arrugados y algo decaídos, para acordarme de a qué me recordaba ese lugar tan, sin duda, especial. Me recordó a aquella película que vería unos meses después y, sin embargo, aquellas calles cubiertas de arena me dijeron que aquel lugar yo ya lo había visto antes. Se trata de la película ¿Quién puede matar a un niño? Una genialidad que me resulta completamente bizarra a mediados de los 70.
Aquellas casas destartaladas, aquellas calles desiertas. La tranquilidad mascándose en el ambiente, con el punto justo de tragedia. La sensación de caminar entre unas ventanas que han visto demasiado, más de lo que quisieran contar tal vez. Así era La Graciosa aquel día en el que fui participe y co-protagonista de una vida tranquila, demasiado tranquila tal vez. No más de unos cientos habitantes, probablemente más durante el periodo estival.


El minúsculo puertecito nos acogió con viento norte y temperatura fresca para la época del año. Era agradable estar allí, a pesar de la sensación amarga que me dejó en el alma contemplar aquel pueblo anciano. Debían vivir a cuenta de los pocos turistas que nos acercábamos hasta allí con nuestras cámaras indiscretas y nuestros atuendos demasiado extravagantes para el tiempo y el lugar que respirábamos. Allí parecía que hubieran perdido los relojes hacía décadas, todo sabía viejo y obsoleto Había hasta quien hacía el Agosto vendiendo pequeñas joyas artesanas e incluso otros objetos varios, grotescos desde todo punto de vista, siguiendo la tendencia de centros neurálgicos de turismo occidentalizado.

Nos adentramos en sus diminutas entrañas. Dispuestos a sacar provecho a los 7 euros del ferry. Muros de piedra volcánica a punto de colapsar, montones de piedras ordenadas suplicando su descanso. Las puertas de edificios maltratados por el paso del tiempo, carcomidos por la humedad y el temporal. Ventanas sin cristales a través de las cuales veía como los primeros colonos clavaban sus miradas extrañas sobre la piel de los intrusos, nosotros.

También había embarcaciones encalladas cada pocos pasos. Barquitos blancos, amarillos y rojos. En uno de ellos, el que más alejado estaba del mar, unas letras coloreadas de azul y trazadas con caligrafía infantil rezaban: Alvaro. Sin tilde.
Y por sus caminos y arterias, niños tostados al sol, con horas y horas de calles de arena y polvo a sus espaldas, corrían entre la ropa tendida. Aquellos niños… Aquellos niños era como si ya los conociera, como si ya los hubiera visto antes.



sábado, 28 de febrero de 2015

Lorena no sabía leer


Lorena no sabía leer. Por eso, le llevó más de tres semanas descubrir que su hijo pequeño había muerto en el frente tras los convulsos combates de Enero. La carta que le habían enviado desde la asamblea general de las fuerzas armadas de la segunda república descansaba sobre la mesa de madera de roble macizo del comedor, una reliquia que la había acompañado desde los dulces tiempos de pan y chocolate una vez al mes, cuando su abuela materna, su muy amada yaya, quien había ejercido de madre y padre a la vez, aún vivía con ella y sus trece hermanos en aquella misma casona que ahora exhalaba su último aliento en la ladera sur de los Pirineos Aragoneses.
Tuvieron que pasar veintidós días para que Lorena comprendiera que Miguel, Miguelito, el más pequeño de la casa, el último que quedaba con vida, había fallecido en el frente. Todos los demás se los había llevado un mal invierno en 1927. Una maldita epidemia fulminante de tuberculosis le había arrebatado a todos los que amaba: sus preciosas gemelas de pelo rojizo, Elena y Juana, de tan sólo 3 años; Francisco, el más alegre y avispado de todos los niños del norte de Aragón (del mundo entero le parecía a ella); Marisa, que con tan sólo trece años parecía llevar el peso del mundo en la mirada, unos ojos celestes que se le clavaban a una en lo más profundo, un alma solitaria sin duda destinada a hacer grandes cosas; Carmencita, la mayor de todos sus niños y la más sensible a pesar de su deficiencia mental y física, condenada de por vida a estar postrada en una cama, la única de cuya muerte, siempre en secreto y no sin sentirse terriblemente miserable, Lorena se alegró; y, el último en morir, el que resistió con uñas y dientes durante 44 largas noches de insomnio, fiebres altas, sudores y sangre, el amor de su vida, su compañero. Se conocieron en la boda de uno de sus hermanos mayores el 13 de Mayo de 1910. Eran primos. Lorena tenía 15 años y su futuro marido 32. El mismo día que se conocieron acabaron retozando entre los cerdos y gallinas de la cuadra del tío Pedro. 9 meses después, el mismo día en el que su amada yaya fallecía repentina e inesperadamente de camino al mercado, vino al mundo la desgraciada Carmencita: la señal inequívoca de que Dios y la naturaleza los había castigado por sus relaciones incestuosas y por su desvergüenza. Pero es que tres minutos después de que sus miradas se cruzasen por primera vez ya era demasiado tarde para ellos: se habían enamorado al instante, no tuvieron alternativa.
Así que a Lorena sólo le quedaba su ángel guardián. Miguel, su hermoso niño regordete, cabezota y valiente como él sólo, un espíritu libre que creía firmemente en los valores de la república y que se había ido al frente feliz y contento de poder, por fin, entregarse en cuerpo y alma a una causa que creía justa y grandiosa, al igual que los héroes que había admirado toda su vida en las pocas novelas que su madre había conseguido, no sin esfuerzo, hacer llegar hasta sus manos. Novelas que leyó noche tras noche en voz alta a su pobre madre, que nada sabía sobre letras y números, que nada sabía sobre casi nada,  y que la habían salvado de caer en la más dolorosa de las locuras tras la muerte de todos aquellos a quienes adoraba. Qué orgullosa se sentía de su querido Miguel.



Cuando el cartero le llevo una mañana fría y húmeda una carta certificada, un escalofrío amargo le recorrió la columna vertebral. Su perro Milka, un pastor alemán al borde de la inanición, le había avisado de la llegada del hombre con unos débiles ladridos. Lorena lo observó aproximarse a través de las cortinas hechas a mano por ella misma mientras sentía que una fuerza indescriptible explosionaba dentro de su pecho.
Ni una palabra intercambió con aquel cartero raquítico y sudoroso a pesar del frío casi polar. Lorena reconoció algunos de los síntomas de la tuberculosis en aquel hombre, pero no tuvo el valor de decir nada. Sin más, con el corazón en un puño, dejó la carta sobre la mesa de madera de roble macizo del comedor donde hacía mucho tiempo que ya nadie se sentaba a comer. No quería saber.
Durante las próximas semanas siguió con su existencia como si nada hubiera ocurrido. A veces, la carta entraba en su campo de visión, pero ella sólo se atrevía a mirarla de reojo para acto seguido ignorarla y volver a sus quehaceres cotidianos. El día 22, por fin, reunió el valor suficiente y se dirigió a la iglesia del pueblo, a tres kilómetros de distancia, para que Don Juan le notificara aquello que con tanto terror temía, pero que ya sabía de antemano en lo más hondo de su ser: que ya no le quedaba nadie.
No derramó ni una sola lágrima al recibir la noticia, que no lo era tanto en realidad. Despacio, muy despacio, volvió dando un lento y concienzudo paseo hasta la casa. Al llegar, sin tan siquiera quitarse el abrigo, soltó las cortinas que ella misma había hecho muchos años atrás, las empalmó a la lámpara de hierro forjado del comedor y subiéndose a la preciosa mesa de madera de roble macizo se colgó. Su corazón tardó un minuto y cincuenta y seis segundos en dejar de latir. A Lorena le pareció una eternidad.

Tres meses después, un joven exhausto recorrió emocionado los tres kilómetros ladera arriba que separaban el pequeño pueblo de la casona familiar. Milka, que había sobrevivido a duras penas, ni siquiera encontró las fuerzas necesarias para dar la bienvenida a su amo. Ya desde el umbral, la peste era latente. Sólo necesitó tres segundos para descubrir el cuerpo inerte de su madre suspendido sobre la mesa del comedor a través de unas ventanas desprovistas de las cortinas que siempre las habían protegido de la curiosidad ajena. Más tarde aquel día, cuando la noche ya caía sobre las montañas heladas, encontró la carta. Ahora comprendía: todo había sido un error.

martes, 17 de febrero de 2015

¡Ay! el timing; el timing lo es todo.

Raphaella Rosella

TIMING. Me gusta la palabra. La considero (que es una palabra) útil. Sin embargo, me resulta difícil darle una definición concreta sin recurrir al diccionario. Tiene que ver con la temporalidad. Con hacer las cosas en el momento preciso, a su debido tiempo. Ni un segundo más, ni uno menos; ni un poco antes ni un poco después.
Pienso mucho en el timing. El mío está estropeado y pienso en el de la manera en la que una piensa en las cosas que no tiene, pero que le gustaría tener. Es decir, demasiado. Igual que se sueña con el novio que no se tiene, con el trabajo de los sueños, un viaje alrededor del mundo que no se ha hecho o unas tetas dos tallas más grandes.
De esta manera pienso yo en el timing.
Tiendo a hacer las cosas un poco demasiado pronto. Soy hija de la impaciencia. Llego con antelación la gran mayoría de las veces. Quiero recoger los frutos antes de que maduren y, por supuesto, luego no me sientan nada bien y vomito durante una semana entera. Entonces, me digo a mi misma, repetitivamente, como un mantra, que la paciencia es la madre de la ciencia. Inevitablemente vuelvo a ir mal de tiempo.
No digo lo que pienso cuando pienso que es conveniente porque creo que, como casi siempre, estaré yendo demasiado deprisa. Sólo para darme cuenta, demasiado tarde,  que esta vez, no las anteriores ni las posteriores (a las que seguro he llegado o llegaré con antelación), voy con retraso y que eso que al fin digo debería haber sido dicho no hace tres minutos, sino hace tres semanas. Esta vez, para cuando me he acercado al árbol en busca de mi recompensa, todo el mundo ha pasado ya por allí y se lo ha llevado todo.
A esto me refiero, pues, cuando digo que tengo el timing estropeado. Me parece que lo hago todo muy pronto o muy tarde: estoy en el lugar equivocado en el momento oportuno.
¡Qué cruz la mía!

miércoles, 21 de enero de 2015

Mi muy queridísimo Alex

Mi muy queridísimo Alex,

No he podido pegar ojo esta noche. Misión imposible, en serio. Con cada vuelta que daba sobre mi misma en la cama, y te puedo asegurar que no han sido menos de medio millón, repasaba mentalmente la forma de tu nariz. ¡Qué fea es! Es enorme, aguileña, y está totalmente desproporcionada respecto al resto de tu cara. Es como si te la desfigurara entera, como el pegote mal hecho con photoshop de ese niño que no acudió al cole el día que se sacaban las fotografías para el anuario escolar. Llámame fetichista, o lo que quieras, ciega quizás funcionaría mejor en mi caso, pero a mi, tu nariz, me vuelve loca.
A ratos, durante lapsos de tiempo apenas significativos, conseguía quedarme dormida. Aunque soñaba contigo todo el tiempo. El mismo sueño una, y otra, y otra vez. Era la recreación de aquel picnic que hicimos en la playita nudista de la costa azul. ¿Te acuerdas? Fue una tarde horrible. Al menos para mi. Tú parecías bastante entretenido mirando los pechos de aquella tía holandesa que pensó que jugar al volleyball totalmente desnuda teniendo al menos una 120 de pecho era una buena idea. Créeme cuando te digo que aquel día, en aquella cala tan bonita, yo atesoré uno de los peores recuerdos de los cinco años de nuestra, a ratos tormentosa, relación. Durante unos segundos llegué a tener incluso arcadas, aún no sé cómo no se me indigestó la cena (si es que a aquellos sándwiches de mortadela con toque especial que me preparaste, arenita de playa, podemos llamarles tal cosa). No, no estoy exagerando. La visión de tu pene arrugado, tu barriguita cervecera y tus tetillas mientras mirabas atontado a la holandesa pechugona era algo… aterrador, repulsivo. Luego pienso en mi allí, bebiendo el vino blanco que habíamos comprado en el Carrefour como si no hubiera mañana, a ver si con la borrachera acababa por verte borroso y ahorrarme la lamentable escenita, y, sinceramente, me dan ganas de llorar. Además estaba quedándome congelada, tenía los pezones duros como piedras y la naturaleza se colaba por cada orificio de mi cuerpo (y créeme también cuando te digo que eran muchos y muy variados). Después, aquella noche, cuando volvimos a nuestro alojamiento 5 estrellas, no quise ni que me rozaras el dedo meñique por debajo de las sabanas y me pase exactamente tres horas y cuarenta y un minutos sin hablarte.



Este era el sueño. Todo el tiempo el mismo. Luego, cada vez igual, despertaba de repente con un sabor agrio en la garganta y completamente bañada en sudor. Entonces me quedaba mirando la negrura de mi habitación durante largo rato y me esforzaba por recordar todos los motivos por los que ya no te quiero. Me he acordado de los siguientes: odio como miras a otras mujeres, como si no pudieras evitar empalmarte sólo con verlas, como si no pudieras evitar que se te caiga la baba a su paso;  me pones de los nervios con esa manía tuya de tocarme el culo disimulada pero constantemente en espacios públicos; me da un asco terrible cuando te echas pedos dentro de mi cama; no soporto el tic ese que tienes en los ojos cuando te pones tenso; y me caes fatal cada vez que me llevas la contraria. Pero no he podido pensar en nada más.
Después, giraba sobre mi misma y volvía a pensar en tu nariz. Vuelta a empezar.
Y ahora que ha amanecido me he dado cuenta de que me he cansado, de que estoy agotada de obligarme a mi misma a odiarte y a no quererte más. Porque aunque lo intente con fuerza cada noche, ya no encuentro los motivos para seguir enfadada contigo. Así que sólo quiero que sepas que quedas absuelto de tu penitencia. Que te perdono. Y me gustaría preguntarte, de esta manera tan tonta, tan mía, si te gustaría volver a venir conmigo a hacer picnic en una playa nudista. Me gustaría decirte, que ahora ya no me importarían el frío ni las holandesas. Y también quisiera que volvieras a tocarme el culo cuando crees que mis padres no nos miran, y que te tires pedos (sólo a veces, de vez en cuando) en mi cama y que tus ojos hagan cosas raras en mi presencia porque te sigo poniendo nervioso en ocasiones. Incluso quiero que discutas conmigo porque sino lo que pasa es que me aburro, que me aburro mucho, en un universo en el que tú ya no estás a mi lado.
Todo esto quería decirte, mi muy queridísimo Alex,  porque me gustaría volver a poder dormir por las noches.

Te quiero,

Siempre tuya.