martes, 17 de marzo de 2015

¿Quién puede matar a un niño?


La graciosa.

No es un archipiélago divertido. No es una isla aguda, cómica, jocosa o festiva. Me digo que quien la bautizo en sus etapas de recién nacida no estaba en su mejor día.

Nada más pisar tierra firme me abrazó una sensación de familiaridad. No necesité caminar más que unos metros para mirar a sus habitantes a los rostros, en la mayoría arrugados y algo decaídos, para acordarme de a qué me recordaba ese lugar tan, sin duda, especial. Me recordó a aquella película que vería unos meses después y, sin embargo, aquellas calles cubiertas de arena me dijeron que aquel lugar yo ya lo había visto antes. Se trata de la película ¿Quién puede matar a un niño? Una genialidad que me resulta completamente bizarra a mediados de los 70.
Aquellas casas destartaladas, aquellas calles desiertas. La tranquilidad mascándose en el ambiente, con el punto justo de tragedia. La sensación de caminar entre unas ventanas que han visto demasiado, más de lo que quisieran contar tal vez. Así era La Graciosa aquel día en el que fui participe y co-protagonista de una vida tranquila, demasiado tranquila tal vez. No más de unos cientos habitantes, probablemente más durante el periodo estival.


El minúsculo puertecito nos acogió con viento norte y temperatura fresca para la época del año. Era agradable estar allí, a pesar de la sensación amarga que me dejó en el alma contemplar aquel pueblo anciano. Debían vivir a cuenta de los pocos turistas que nos acercábamos hasta allí con nuestras cámaras indiscretas y nuestros atuendos demasiado extravagantes para el tiempo y el lugar que respirábamos. Allí parecía que hubieran perdido los relojes hacía décadas, todo sabía viejo y obsoleto Había hasta quien hacía el Agosto vendiendo pequeñas joyas artesanas e incluso otros objetos varios, grotescos desde todo punto de vista, siguiendo la tendencia de centros neurálgicos de turismo occidentalizado.

Nos adentramos en sus diminutas entrañas. Dispuestos a sacar provecho a los 7 euros del ferry. Muros de piedra volcánica a punto de colapsar, montones de piedras ordenadas suplicando su descanso. Las puertas de edificios maltratados por el paso del tiempo, carcomidos por la humedad y el temporal. Ventanas sin cristales a través de las cuales veía como los primeros colonos clavaban sus miradas extrañas sobre la piel de los intrusos, nosotros.

También había embarcaciones encalladas cada pocos pasos. Barquitos blancos, amarillos y rojos. En uno de ellos, el que más alejado estaba del mar, unas letras coloreadas de azul y trazadas con caligrafía infantil rezaban: Alvaro. Sin tilde.
Y por sus caminos y arterias, niños tostados al sol, con horas y horas de calles de arena y polvo a sus espaldas, corrían entre la ropa tendida. Aquellos niños… Aquellos niños era como si ya los conociera, como si ya los hubiera visto antes.