lunes, 29 de febrero de 2016

Pies pequeños

Olvidamos lo pequeños que eran nuestros pies. Cuán pasajeras eran las noches y qué veloces llegaban los sonidos del alba. Ruidos vacíos. El sonido inagotable de las manecillas del reloj. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Secreto constante; discreto, hambriento. Espejos opacos que no nos dejaban ver. Y nosotros dos dando vueltas sin sentido, peonzas confusas, locas de remate. Sin mañana, sin futuro, sin planes imaginarios y sin un rumbo fijo. Pero, sobretodo, sin necesitarlo siquiera. Tú y yo, nosotros, ya, aquí, yo y tú.
Ahora estás tan lejos. Los he contado: son trece mil novecientos cincuenta y tres kilómetros, cuarenta y siete metros y seis centímetros. Es la distancia entre mi frente y tus labios. Traté de contar también las lunas llenas pasadas, las cartas sin respuesta, las sopas que se han quedado frías mientras te espero y todas las veces que he llorado tu ausencia. Pero hace varias primaveras que perdí la cuenta.
Lo teníamos todo calculado, pero nos olvidamos de lo pequeños, lo diminutos, que eran nuestros pies.

   Rosalyn Drexler-Love in the green room (1964)

miércoles, 17 de febrero de 2016

Carlitos



Carlitos tenía seis años, dos orificios en su nariz, tres hermanos más pequeños y cinco dedos en su pie derecho. Siete fueron las veces que su madre, la señora María, tuvo que repetirle una mañana soleada e inusualmente cálida de principios de Febrero que se tomara toda la leche del tazón, ocho el número de calzoncillos de Superman en el tercer cajón de su cómoda y tan sólo una la (única) vez en la que vio a su abuela paterna. Cinco fueron los caramelos de menta y lima que esta le dio a escondidas en aquel encuentro tan extraño y fugaz en el parque de la Santa Elisabeta y nueve los lunares que podían contarse en sus rollizos brazos.

Carlitos había aprendido a contar antes de que su padre perdiera su empleo y, por eso, ya desde muy pequeño, empezó a contar los días que este pasaba en el sofá amarillento de la salita, mirando fijamente el cuadro que ilustraba el desembarco de Normandía y sin nada más en lo que ocupar su tiempo. Hasta el momento, había contado seiscientos ochenta y tres.

Carlitos era fan incondicional de la tortilla de patatas de su madre, la señora María, que era una pueblerina casi analfabeta, mas combativa y muy dicharachera, que había emprendido su viaje a la capital a las diecinueve treinta de una tarde de hacía ya quince años. Todo estaba completamente velado por una niebla que impedía ver con claridad más allá de los pies de una, pero, a pesar de haber estado desplumando pollos durante doce horas seguidas sin descanso, la señora María dio comienzo a su viaje con la intención de comprarle un sombrero a su hermana Teresa como regalo de bodas. Al final, ni tan siquiera asistió a la ceremonia y tampoco regreso jamás al pueblo que la vio nacer y florecer. Su hermana Teresa, para disgusto y decepción de su recién estrenado marido, pasó las cuatro horas de la breve noche de bodas llorando esta ausencia.

Una vez en la capital, la señora María quedó irremediablemente prendada de las callejuelas estrechas y las cuestas empinadas del casco antiguo y no quiso volver más a casa. O eso fue al menos lo que les contó a sus preocupados padres en la carta de cuarenta y tres páginas que les envió un mes después justificando su silencio durante aquellas angustiosas setecientas cuarenta y cuatro horas. Los verdaderos motivos, dicen las malas lenguas, tuvieron más que ver con la noche en la que perdió su virginidad con tan sólo quince años, que fue precisamente la primera que pasó entre los muros que rodeaban la parte antigua de la ciudad. Allí, un hombre que por aquel entonces aun no conocía y que después se convertiría en su marido y el padre de sus cuatro hijos, hizo el amor con ella en un callejón sin salida al final de la calle Retuerto. Las malas lenguas también rumorean que el nombre de aquella callejuela se debe a que en ella aún descansa el espíritu de Daniel el tuerto, un niño que acabó allí mismo con su vida con tal sólo doce años porque no soportaba el reflejo de su propia imagen dibujado en todos los charcos y escaparates de aquella sucia ciudad.

El catorce de Febrero, día de los enamorados, día de algunos te quieros vanos y otros muy sinceros, día de llenar floreros con flores que acabarán marchitas tarde o temprano, o ahogadas por un exceso de riego, Carlitos cumplía siete años. Se comió seis galletas de limón en el desayuno, estuvo cinco minutos mirándose en el espejito del baño intentando atisbar algún envejecimiento prematuro, recibió cuatro cromos como regalo de parte de sus tres hermanos pequeños y estuvo dos minutos enteros frente a las velas de su tarta de cumpleaños para, con plena concentración y un fervor ciego, acabar pidiendo tan sólo un deseo: que a partir de aquel día, el número seiscientos ochenta y cuatro del reclutamiento, su padre volviera a ser valiente, fuerte y todopoderoso. Como Superman. Y poder quizás así, salir volando en busca de empleo.