Era el verano de dos mil cuatro, creo recordar. Agosto, los
primeros días de Agosto. Hubo un tiempo en el que recordaba el día exacto. Ahora
creo que fue el 3 o el 4 de Agosto de 2004, pero me es imposible decirlo con la
certeza absoluta que hubiera empleado en un pasado no tan remoto. El caso es,
que en aquellas vacaciones familiares en Cambrils, en esos primeros días de un
Agosto no demasiado caluroso ni soleado, yo viví dos de los grandes hitos de,
hasta el momento, mi corta vida pueril.
El 26 de Julio era mi cumpleaños. Digo era, pero puedo decir
que sigue siéndolo. Déjenme corregirme. El 26 de Julio es mi cumpleaños, y el
26 de Julio de aquel año yo celebré mi décimo-tercer aniversario. Me satisfacía
entonces pensar que mi larga melena rubia aparentaba lo menos quince años, uno
menos de los que iba a cumplir mi hermana ocho días después, el 3 de Agosto
precisamente, el día D (o eso creo ahora; ya os digo que no lo recuerdo con
claridad). Ay, cómo me gustaba que pensaran que yo era la mayor de las dos.
Siempre hemos sido diferentes, pero bastante iguales. De altura, de peso, de
carácter, en la forma de hablar. Pero nosotras nos decimos que sí, que nos
parecemos, pero que la otra es ligeramente más bajita y de carácter algo más
difícil.
No tengo ni idea de qué estaba pasando en el mundo durante aquellos días, yo era todavía demasiado joven para eso. Pero sé, sin embargo,
que la revista LOKA, traía en portada
a las gemelas Olsen. Una de ellas con el pelo rojo, Mary Kate, me aventuro a
decir, y, la otra, rubia como siempre lo han sido. La portada en cuestión hablaba
del problema de anorexia de una de ellas. Mary Kate otra vez. Ya entonces los
problemas alimenticios me revolvían las tripas y me horrorizaban. Más de lo
normal quiero decir. Aunque no sé cuánto es que las tripas se te revuelvan lo
normal.
Había en nuestro hotel cuatro chicas inglesas. Yo las miraba
con mis trece años recién cumplidos y me daban una envidia terrible. Me
parecían guapas. Parecían felices y parecía que se lo estaban pasando en
grande. Me preguntaba a mí misma si algún día yo sería como ellas y me pasaba
las tardes en la tumbona de la playa imaginando un futuro hipotético en el que
yo, mujercita hecha y derecha, veraneaba en una bonita playa con amigas, o aún
más emocionante, con un futuro hipotético novio. Ya entonces soñaba despierta
constantemente, costumbre que no he abandonado con el paso del tiempo. Ahora lo
pienso y me digo que seguramente no era una jueza objetiva: las inglesas
veraneantes en la costa mediterránea se caracterizan más bien por horteras y
bastas. Algo me dice que, en efecto, seguramente no fueran tan guapas. Ni tan
felices. Incluso que ni siquiera lo estaban pasando tan bien.
Y así pasaban los días. Yo me debatía entre ser niña,
adolescente o mujer. Pasaban los días entre arena, piscina, olas, helados,
paseos y cenas a la luz de la luna. Pasaban los días entre las gemelas Olsen y
los problemas alimenticios, las tumbonas de la playa y mi magnífico
descubrimiento de los Snickers (esa
chocolatina deliciosa que, ahora, gracias a mi alergia a los frutos secos, ya
jamás volveré a disfrutar). Pasaban los días mientras yo fingía durante breves
intervalos de tiempo que no estaba allí con mis padres. Pasaban los días
mientras me fabricaba con un pareo naranja de mi madre looks varios para
pasearme por la piscina, como si de una Lolita que yo aún no conocía se
tratara. Pasaban los días y yo no sabía muy bien si quería revolcarme en la
arena y jugar en el mar con mi hipopótamo morado o si prefería fingir que tenía
quince años. Y entonces ocurrió. El día D. Fui al baño y al limpiarme vi que el
papel higiénico estaba manchado de sangre. Durante segundo y medio llegué a
asustarme. Luego, en seguida comprendí: ya era una mujer. Suena cursi y suena a
tópico, pero así lo sentí yo.
Creo que así lo sentimos todas.
Y pasaron más cosas graciosas aquel día. Claro que en su
momento no lo eran, pero cuando ahora lo pienso me es imposible evitar sonreír.
Mi hermana, orgullosa de su posición de primogénita, en el mismísimo día en el
que, si mis recuerdos no fallan, cumplía 16 años, me enseñó a ponerme un tampón
en los 10 minutos siguientes a tener mi primera menstruación. Bastante
impresionante. Después, durante la tarde, me compré, exultante, nerviosa,
excitada, mi primer sujetador. Era pequeño. En serio, muy pequeño. Tenía rayas
azules, rojas y blancas.
De aquel día también nos queda una pequeña reliquia para la
memoria. Una foto que sacó mi padre de sus dos mujercitas a la puerta del
hotel. Yo me había puesto toda mi ropa favorita, la ocasión así lo merecía, sin
duda: chancletas hawaianas azules y blancas muy a la moda, minifalda vaquera
para lucir piernas adolescentes, delgadas, morenas, tersas y perfectas,
camiseta verde de manga corta y una sudadera azul bastante ceñida con la
cremallera abierta. Y, por supuesto, mi melena. Mi querida melena rubia.
Ya no nos quedaban muchos días de vacaciones por delante.
Tres o cuatro, no más. De aquellos días no guardo muchos recuerdos. En
realidad, sólo me queda uno y creo que es porque hice lo mismo durante
prácticamente todo el tiempo. Yo, tan mayor como me sentía, había decidido que
como tenía la regla no me bañaría más. Así que me pase los últimos días de mis
vacaciones en aquel Agosto no demasiado caluroso ni soleado, bajo la sombrilla,
leyendo. Por mi cumpleaños había recibido, con unos días de retraso también he
de decir, un libro. Me lo compró mi padre en algún puesto callejero de uno de
esos pueblitos coquetos de la costa brava seguramente mientras las tres mujeres
de la familia mirábamos entretenidas pulseras, fulares y pendientes en los
puestos aledaños. Creo también que hasta que no tuve la excusa perfecta para
quedarme bajo la sombrilla como toda una mujercita, libro en mano, no me
molesté ni en leer la sinopsis de la contraportada. El libro en cuestión era Daisy Fay y El Hombre de los Milagros.
Durante los tres últimos días de las vacaciones, no hice otra cosa que engullir
y disfrutar cada una de sus más de 400 páginas. Y este fue el segundo hito de
mi, hasta entonces, corta vida pueril. El descubrimiento de Daisy, del
Mississipi de los años 50. El descubrimiento de ser una mujer. Una mujer que
lee.