Reflujos gástricos. No podía dormir pensando en la sonoridad
de esas dos palabras. Qué estupidez. Una y otra vez volvían a su mente confusa,
su mente activa. Encadenar pensamientos sin cesar, divagar, volar, viajar de un
recuerdo a otro y de ahí a una situación imaginaria y poco probable. Eran
tantos los escenarios que ya había imaginado que lo más probable fuera que
tuviera una terriblemente insípida y aburrida vida por delante. Porque todo el
mundo sabe que aquello que imaginas y anhelas en las noches insomnes, como un
niño antes de su primer día de escuela, es una posibilidad menos para la vida
real. Vuelve la luz del día, pero los sueños no cesan. El tintineo, cada vez
más feroz, de las gotas de lluvia contra los barrotes de metal le hace volver a
la realidad. Una realidad y una verdad edulcoradas por la marihuana que fuma
desde hace más de una década. Le ayuda a pensar. Su mente se vuelve ágil y el
dolor desaparece. O se esconde al menos entre la humareda. El verde de las
plantas que asoman entre las sombras es intenso. No sabía que tuviera tantas
flores en las jardineras. Claro, ahora lo entiende. Sin las flores y su color
su propia vida sería más blanquinegra aún. Observa fijamente el gotear del agua
de lluvia que cae a través del canalillo del balcón de enfrente. Le encantaría
beber directamente de ahí. Desnudarse ante algunos ojos atentos y dejar que la
lluvia recorra su cuerpo, se cuele entre sus senos, ya mayores, ya caídos, pero
no por ello menos necesitados de una mano que los idolatre. Pasan los minutos
y, sin embargo, su mente se ha quedado clavada en ese último pensamiento.
Piensa en cuando fue la última vez. Piensa en el día en que su propio cuerpo se
convirtió en una prisión con cerraduras de acero y centinelas atentos de los
que es imposible escapar. Y vuelven las ganas de vomitar. Reflujos gástricos, qué estupidez, piensa.
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