
De veras te digo que estaba muy enfadada con ella. ¿¡Quién diablos se pensaba que era, que se creía con derecho a introducirse en nuestras vidas y modificarlas a su gusto!? Pero en el preciso momento en el que dobló la esquina, cruzó el gran pórtico y apareció frente a mi con sus grandes ojos azules supe que jamás tendría el valor de plantarme frente a ella y enfrentarme a esa gran y perfecta sonrisa que me dirigía desde su majestuosidad. Todo mi ser temblaba de miedo y emoción, todo al mismo tiempo, pues la sensación de encontrarme ante esa belleza que llegaba a ser abrumadora, cegaba lo que hasta entonces yo había considerado mi buen juicio. Estaba paralizada, entumecida, estancada e inmovilizada. No tenía nada que hacer, en aquel mismo instante me enamoré loca y perdidamente de ella y nada de lo que ella pudiera hacer a partir de entonces me serviría para convencerme de lo contrario. Se adueñó de mi y dirigió mi vida a su antojo sin que yo pudiera hacer nada al respecto. Así que, cuando por fin conseguí armarme de valor y hablar, las únicas tres palabras que lograron pronunciar mis labios sólo empeoraron la situación:
- Bienvenida mademoiselle Escarlata.