lunes, 19 de septiembre de 2016

21 de Julio de 2016


Todo el día en la terraza.
Acordándome de las cosas que aún no han pasad.
Es mío; el día,
la tarde, la lluvia inminente.

Richard Tuschman

miércoles, 15 de junio de 2016

Agosto, 2004



Era el verano de dos mil cuatro, creo recordar. Agosto, los primeros días de Agosto. Hubo un tiempo en el que recordaba el día exacto. Ahora creo que fue el 3 o el 4 de Agosto de 2004, pero me es imposible decirlo con la certeza absoluta que hubiera empleado en un pasado no tan remoto. El caso es, que en aquellas vacaciones familiares en Cambrils, en esos primeros días de un Agosto no demasiado caluroso ni soleado, yo viví dos de los grandes hitos de, hasta el momento, mi corta vida pueril.

El 26 de Julio era mi cumpleaños. Digo era, pero puedo decir que sigue siéndolo. Déjenme corregirme. El 26 de Julio es mi cumpleaños, y el 26 de Julio de aquel año yo celebré mi décimo-tercer aniversario. Me satisfacía entonces pensar que mi larga melena rubia aparentaba lo menos quince años, uno menos de los que iba a cumplir mi hermana ocho días después, el 3 de Agosto precisamente, el día D (o eso creo ahora; ya os digo que no lo recuerdo con claridad). Ay, cómo me gustaba que pensaran que yo era la mayor de las dos. Siempre hemos sido diferentes, pero bastante iguales. De altura, de peso, de carácter, en la forma de hablar. Pero nosotras nos decimos que sí, que nos parecemos, pero que la otra es ligeramente más bajita y de carácter algo más difícil.
No tengo ni idea de qué estaba pasando en el mundo durante aquellos días, yo era todavía demasiado joven para eso. Pero sé, sin embargo, que la revista LOKA, traía en portada a las gemelas Olsen. Una de ellas con el pelo rojo, Mary Kate, me aventuro a decir, y, la otra, rubia como siempre lo han sido. La portada en cuestión hablaba del problema de anorexia de una de ellas. Mary Kate otra vez. Ya entonces los problemas alimenticios me revolvían las tripas y me horrorizaban. Más de lo normal quiero decir. Aunque no sé cuánto es que las tripas se te revuelvan lo normal.

Había en nuestro hotel cuatro chicas inglesas. Yo las miraba con mis trece años recién cumplidos y me daban una envidia terrible. Me parecían guapas. Parecían felices y parecía que se lo estaban pasando en grande. Me preguntaba a mí misma si algún día yo sería como ellas y me pasaba las tardes en la tumbona de la playa imaginando un futuro hipotético en el que yo, mujercita hecha y derecha, veraneaba en una bonita playa con amigas, o aún más emocionante, con un futuro hipotético novio. Ya entonces soñaba despierta constantemente, costumbre que no he abandonado con el paso del tiempo. Ahora lo pienso y me digo que seguramente no era una jueza objetiva: las inglesas veraneantes en la costa mediterránea se caracterizan más bien por horteras y bastas. Algo me dice que, en efecto, seguramente no fueran tan guapas. Ni tan felices. Incluso que ni siquiera lo estaban pasando tan bien.

Y así pasaban los días. Yo me debatía entre ser niña, adolescente o mujer. Pasaban los días entre arena, piscina, olas, helados, paseos y cenas a la luz de la luna. Pasaban los días entre las gemelas Olsen y los problemas alimenticios, las tumbonas de la playa y mi magnífico descubrimiento de los Snickers (esa chocolatina deliciosa que, ahora, gracias a mi alergia a los frutos secos, ya jamás volveré a disfrutar). Pasaban los días mientras yo fingía durante breves intervalos de tiempo que no estaba allí con mis padres. Pasaban los días mientras me fabricaba con un pareo naranja de mi madre looks varios para pasearme por la piscina, como si de una Lolita que yo aún no conocía se tratara. Pasaban los días y yo no sabía muy bien si quería revolcarme en la arena y jugar en el mar con mi hipopótamo morado o si prefería fingir que tenía quince años. Y entonces ocurrió. El día D. Fui al baño y al limpiarme vi que el papel higiénico estaba manchado de sangre. Durante segundo y medio llegué a asustarme. Luego, en seguida comprendí: ya era una mujer. Suena cursi y suena a tópico, pero así lo sentí yo. 
Creo que así lo sentimos todas.
Y pasaron más cosas graciosas aquel día. Claro que en su momento no lo eran, pero cuando ahora lo pienso me es imposible evitar sonreír. Mi hermana, orgullosa de su posición de primogénita, en el mismísimo día en el que, si mis recuerdos no fallan, cumplía 16 años, me enseñó a ponerme un tampón en los 10 minutos siguientes a tener mi primera menstruación. Bastante impresionante. Después, durante la tarde, me compré, exultante, nerviosa, excitada, mi primer sujetador. Era pequeño. En serio, muy pequeño. Tenía rayas azules, rojas y blancas.
De aquel día también nos queda una pequeña reliquia para la memoria. Una foto que sacó mi padre de sus dos mujercitas a la puerta del hotel. Yo me había puesto toda mi ropa favorita, la ocasión así lo merecía, sin duda: chancletas hawaianas azules y blancas muy a la moda, minifalda vaquera para lucir piernas adolescentes, delgadas, morenas, tersas y perfectas, camiseta verde de manga corta y una sudadera azul bastante ceñida con la cremallera abierta. Y, por supuesto, mi melena. Mi querida melena rubia.


Ya no nos quedaban muchos días de vacaciones por delante. Tres o cuatro, no más. De aquellos días no guardo muchos recuerdos. En realidad, sólo me queda uno y creo que es porque hice lo mismo durante prácticamente todo el tiempo. Yo, tan mayor como me sentía, había decidido que como tenía la regla no me bañaría más. Así que me pase los últimos días de mis vacaciones en aquel Agosto no demasiado caluroso ni soleado, bajo la sombrilla, leyendo. Por mi cumpleaños había recibido, con unos días de retraso también he de decir, un libro. Me lo compró mi padre en algún puesto callejero de uno de esos pueblitos coquetos de la costa brava seguramente mientras las tres mujeres de la familia mirábamos entretenidas pulseras, fulares y pendientes en los puestos aledaños. Creo también que hasta que no tuve la excusa perfecta para quedarme bajo la sombrilla como toda una mujercita, libro en mano, no me molesté ni en leer la sinopsis de la contraportada. El libro en cuestión era Daisy Fay y El Hombre de los Milagros. Durante los tres últimos días de las vacaciones, no hice otra cosa que engullir y disfrutar cada una de sus más de 400 páginas. Y este fue el segundo hito de mi, hasta entonces, corta vida pueril. El descubrimiento de Daisy, del Mississipi de los años 50. El descubrimiento de ser una mujer. Una mujer que lee.
Homero-Hesíodo-Esquilo-Sófocles-Heródoto-Tucídides-Platón-Aristóteles-Plutarco-Esopo- Luciano-Plauto-Lucrecio-Cicerón-Horacio- Persio-Catulo- Virgilio- Ovidio-Séneca-San Agustín-Dante-Petrarca-Boccaccio-Maquiavelo-Cervantes-Quevedo-Góngora- Chaucer-Marlowe-Shakespeare- Donne-Milton- Swift- Pope- Defoe- Fielding- Stern-Montaigne- Molière-Rousseau-Voltaire- Diderot-Erasmus- Goethe- Hölderlin-Bécquer-Galdós- Víctor Hugo- Balzac- Stendhal-Flaubert- Baudelaire-Zola- Mallarmé- Rimbaud- Ibsen-Blake- Wordsworth- Austen- Dickinson- Coleridge- Lord Byron- Shelley- Keats-Dickens- Carroll- Brönte- Collins- Chesterton-Wilde- Stevenson- Stoker- Novalis- Schlegel- Nietzsche- Pushkin-Gógol-Dostoyevsky-Tolstoy-Chekhov-Whitman-Hawthorne-Melville- Poe- James- London- Eco- Gide- Proust- Céline- Breton- Artaud- Bataille- Yourcenar- Nin- Sartre- Camus- Yeats- Kipling- Conrad- Wells- Woolf-Joyce- Zweig- Lovecraft- Huxley- Beckett-Orwell-Rilke-Kafka-Brecht-Mann- Hesse- Musil-Walser- Bulgakov-Solzhenitsyn-Lem-Szymborska-Cavafy-Pla-Borges-Carpenter- Neruda-Paz- Cortázar-Lispector- García Márquez- Coetzee- Laforet-Rulfo- Soseki- Akustagawa- Kawabata- Mishima- Oe- Pirandello- Pavese- Levi- Calvino- Pessoa- Lowri- Pound- Eliot- Cummings- Fitzgerald- Miller- Faulkner- Hemingway- Nabokov- Kerouac- Steinbeck- Salinger- Capote- Didion- Plath- Mccarthy- Bradbury- Murdoch- Bukowski- Vonnegut- Gaddis- Dick- Barth- Sontag- Perec- Roth- Delillo- Houellebcq- Pynchon- Vila-Matas- Auster- Bolaño- Wallace- yo.



viernes, 20 de mayo de 2016

Melilla


Tierra de fronteras, 
visibles e invisibles.
Crisol de culturas, 
amalgama de gentes.
Tierra viva,
pintada,
de infinidad de colores.
Teñida con sangre,
manchada de horror,
mancillada con lágrimas.
Reino de nadie,
reclamada por todos.
Ciudad sin ley,
caos insondable,
ceguera congénita,
y sed insaciable.
Las gentes que llegan,
exhaustas del viaje,
que no esperan,
que no entienden,
que resulte
tan lejano el destino.
Vienen de todos lados,
de ninguna parte.

Entre tanta desazón
aun alcanzan
una mano que se cuela, 
que se asoma,
que se aproxima a tientas.
Una mano que cruza 
muros y concertinas,
fosos y alambradas,
y que entonces,
sin más,
se abre.
Busca y acierta.
Encuentra.

Lugar de encuentro,
lugar de reencuentro.
Reino de esperanza,
incubadora de futuro:
Melilla.

domingo, 10 de abril de 2016

Renard y los Enanos

"No seras nada. Por más que hagas: no serás nada. Comprendes a los mejores poetas, a los prosistas más profundos, pero aunque digan que comprender es igualar, serás tan comparable a ellos como un ínfimo enano puede compararse con gigantes. Trabajas todos los días. Te tomas la vida en serio. Crees fervorosamente en tu arte. Pero no serás nada. Eres libre, y el tiempo te pertenece. Sólo tienes que querer. Pero te falta poder. No serás nada. Llora, grita, agárrate la cabeza con las dos manos, espera, desespera, reanuda la tarea, empuja la roca. No serás nada."


Conmovedor. Apabullante.

Desesperanzado. Derrotista. Tan equivocado.

Jules Renard, Diario, Debolsillo, Barcelona, 2008.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Bruselas


Andreas Gursky-Klitschko (1999)
Os pareceré una exagerada. Os pareceré una exagerada si os digo que hoy, veintidós de marzo de dos mil dieciséis, que hoy, cuando el fanatismo ridículamente exagerado ha vuelto a dejar víctimas inocentes en los desagües, en mi cabeza han empezado a sonar bombas por todas partes. Como si yo misma hubiera desarrollado el Síndrome de Estrés Post-traumático. A kilómetros de distancia. Cómo si mis propias ilusiones mentales hubieran desarrollado el Síndrome de Estrés Post-Traumático. Qué curioso, me digo.

Pero iba diciendo que la sin razón, porque no encuentro otra manera de poner palabras a esta sensación de desamparo, ha vuelto a sacudir los cimientos de eso, de aquello tan bonito, de eso que queríamos ser de mayores; hablo de todas esas…no sé, cosas, que nos dijeron sobre el bien prevaleciendo sobre el mal. De repente tengo la sensación de que todo está saltando por los aires. Hecho añicos ya de antes y ahora volando por todas partes, hacía todas las direcciones. Un amasijo de piernas y brazos. Así de sopetón, tan brusco, tan oscuro, tan tétrico, tan gráfico.

Discúlpenme.

Decía que hoy al despertar, al coger mi teléfono y leer todos los mensajes entrecruzados que han ido apareciendo en la pantalla, una angustia muy molesta me ha sacudido las tripas. Algo no va bien. He pensado en Bruselas. Una ciudad que siento un poco mía; con total humildad. O de la que me siento un poco participe y parte. He pensado en todas mis personas en Bruselas. Y también he pensado, con un cariño inmenso, en todos los recuerdos mágicos y no tan mágicos que me unen a ella. Después, esa angustia muy molesta en las tripas me ha dicho que todo se está yendo a la mierda. Ha salido mi vena masoquista y me he dicho que es el fin, que la humanidad se va a al carajo, que no nos merecemos nada.

Esto tiene que parar. Démosle la vuelta.
El barco se hunde. Sólo queda elegir; la gran pregunta es: ¿Nos quedamos y achicamos agua, o nos tiramos con nuestro salvavidas y nadamos?
De no salir bien, la primera nos expone a la mayor de las vergüenzas, a un hipotético escenario terrible que hiera hasta la agonía lo más humano de nuestro ego. Y la segunda nos expone al fracaso más humillante de todos: intentar hacerlo sólo y no poder. 


Tenemos que decidirnos. Hay que empezar a organizarse.

lunes, 29 de febrero de 2016

Pies pequeños

Olvidamos lo pequeños que eran nuestros pies. Cuán pasajeras eran las noches y qué veloces llegaban los sonidos del alba. Ruidos vacíos. El sonido inagotable de las manecillas del reloj. Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Secreto constante; discreto, hambriento. Espejos opacos que no nos dejaban ver. Y nosotros dos dando vueltas sin sentido, peonzas confusas, locas de remate. Sin mañana, sin futuro, sin planes imaginarios y sin un rumbo fijo. Pero, sobretodo, sin necesitarlo siquiera. Tú y yo, nosotros, ya, aquí, yo y tú.
Ahora estás tan lejos. Los he contado: son trece mil novecientos cincuenta y tres kilómetros, cuarenta y siete metros y seis centímetros. Es la distancia entre mi frente y tus labios. Traté de contar también las lunas llenas pasadas, las cartas sin respuesta, las sopas que se han quedado frías mientras te espero y todas las veces que he llorado tu ausencia. Pero hace varias primaveras que perdí la cuenta.
Lo teníamos todo calculado, pero nos olvidamos de lo pequeños, lo diminutos, que eran nuestros pies.

   Rosalyn Drexler-Love in the green room (1964)

miércoles, 17 de febrero de 2016

Carlitos



Carlitos tenía seis años, dos orificios en su nariz, tres hermanos más pequeños y cinco dedos en su pie derecho. Siete fueron las veces que su madre, la señora María, tuvo que repetirle una mañana soleada e inusualmente cálida de principios de Febrero que se tomara toda la leche del tazón, ocho el número de calzoncillos de Superman en el tercer cajón de su cómoda y tan sólo una la (única) vez en la que vio a su abuela paterna. Cinco fueron los caramelos de menta y lima que esta le dio a escondidas en aquel encuentro tan extraño y fugaz en el parque de la Santa Elisabeta y nueve los lunares que podían contarse en sus rollizos brazos.

Carlitos había aprendido a contar antes de que su padre perdiera su empleo y, por eso, ya desde muy pequeño, empezó a contar los días que este pasaba en el sofá amarillento de la salita, mirando fijamente el cuadro que ilustraba el desembarco de Normandía y sin nada más en lo que ocupar su tiempo. Hasta el momento, había contado seiscientos ochenta y tres.

Carlitos era fan incondicional de la tortilla de patatas de su madre, la señora María, que era una pueblerina casi analfabeta, mas combativa y muy dicharachera, que había emprendido su viaje a la capital a las diecinueve treinta de una tarde de hacía ya quince años. Todo estaba completamente velado por una niebla que impedía ver con claridad más allá de los pies de una, pero, a pesar de haber estado desplumando pollos durante doce horas seguidas sin descanso, la señora María dio comienzo a su viaje con la intención de comprarle un sombrero a su hermana Teresa como regalo de bodas. Al final, ni tan siquiera asistió a la ceremonia y tampoco regreso jamás al pueblo que la vio nacer y florecer. Su hermana Teresa, para disgusto y decepción de su recién estrenado marido, pasó las cuatro horas de la breve noche de bodas llorando esta ausencia.

Una vez en la capital, la señora María quedó irremediablemente prendada de las callejuelas estrechas y las cuestas empinadas del casco antiguo y no quiso volver más a casa. O eso fue al menos lo que les contó a sus preocupados padres en la carta de cuarenta y tres páginas que les envió un mes después justificando su silencio durante aquellas angustiosas setecientas cuarenta y cuatro horas. Los verdaderos motivos, dicen las malas lenguas, tuvieron más que ver con la noche en la que perdió su virginidad con tan sólo quince años, que fue precisamente la primera que pasó entre los muros que rodeaban la parte antigua de la ciudad. Allí, un hombre que por aquel entonces aun no conocía y que después se convertiría en su marido y el padre de sus cuatro hijos, hizo el amor con ella en un callejón sin salida al final de la calle Retuerto. Las malas lenguas también rumorean que el nombre de aquella callejuela se debe a que en ella aún descansa el espíritu de Daniel el tuerto, un niño que acabó allí mismo con su vida con tal sólo doce años porque no soportaba el reflejo de su propia imagen dibujado en todos los charcos y escaparates de aquella sucia ciudad.

El catorce de Febrero, día de los enamorados, día de algunos te quieros vanos y otros muy sinceros, día de llenar floreros con flores que acabarán marchitas tarde o temprano, o ahogadas por un exceso de riego, Carlitos cumplía siete años. Se comió seis galletas de limón en el desayuno, estuvo cinco minutos mirándose en el espejito del baño intentando atisbar algún envejecimiento prematuro, recibió cuatro cromos como regalo de parte de sus tres hermanos pequeños y estuvo dos minutos enteros frente a las velas de su tarta de cumpleaños para, con plena concentración y un fervor ciego, acabar pidiendo tan sólo un deseo: que a partir de aquel día, el número seiscientos ochenta y cuatro del reclutamiento, su padre volviera a ser valiente, fuerte y todopoderoso. Como Superman. Y poder quizás así, salir volando en busca de empleo.