Lorena no sabía leer. Por eso, le llevó más de tres semanas
descubrir que su hijo pequeño había muerto en el frente tras los convulsos
combates de Enero. La carta que le habían enviado desde la asamblea general de
las fuerzas armadas de la segunda república descansaba sobre la mesa de madera
de roble macizo del comedor, una reliquia que la había acompañado desde los
dulces tiempos de pan y chocolate una vez al mes, cuando su abuela materna, su
muy amada yaya, quien había ejercido de madre y padre a la vez, aún vivía con
ella y sus trece hermanos en aquella misma casona que ahora exhalaba su último
aliento en la ladera sur de los Pirineos Aragoneses.
Tuvieron que pasar veintidós días para que Lorena
comprendiera que Miguel, Miguelito, el más pequeño de la casa, el último que
quedaba con vida, había fallecido en el frente. Todos los demás se los había
llevado un mal invierno en 1927. Una maldita epidemia fulminante de tuberculosis
le había arrebatado a todos los que amaba: sus preciosas gemelas de pelo
rojizo, Elena y Juana, de tan sólo 3 años; Francisco, el más alegre y avispado
de todos los niños del norte de Aragón (del mundo entero le parecía a ella);
Marisa, que con tan sólo trece años parecía llevar el peso del mundo en la
mirada, unos ojos celestes que se le clavaban a una en lo más profundo, un alma
solitaria sin duda destinada a hacer grandes cosas; Carmencita, la mayor de
todos sus niños y la más sensible a pesar de su deficiencia mental y física,
condenada de por vida a estar postrada en una cama, la única de cuya muerte, siempre
en secreto y no sin sentirse terriblemente miserable, Lorena se alegró; y, el
último en morir, el que resistió con uñas y dientes durante 44 largas noches de
insomnio, fiebres altas, sudores y sangre, el amor de su vida, su compañero. Se
conocieron en la boda de uno de sus hermanos mayores el 13 de Mayo de 1910.
Eran primos. Lorena tenía 15 años y su futuro marido 32. El mismo día que se
conocieron acabaron retozando entre los cerdos y gallinas de la cuadra del tío
Pedro. 9 meses después, el mismo día en el que su amada yaya fallecía repentina
e inesperadamente de camino al mercado, vino al mundo la desgraciada
Carmencita: la señal inequívoca de que Dios y la naturaleza los había castigado
por sus relaciones incestuosas y por su desvergüenza. Pero es que tres minutos
después de que sus miradas se cruzasen por primera vez ya era demasiado tarde
para ellos: se habían enamorado al instante, no tuvieron alternativa.
Así que a Lorena sólo le quedaba su ángel guardián. Miguel,
su hermoso niño regordete, cabezota y valiente como él sólo, un espíritu libre
que creía firmemente en los valores de la república y que se había ido al
frente feliz y contento de poder, por fin, entregarse en cuerpo y alma a una
causa que creía justa y grandiosa, al igual que los héroes que había admirado
toda su vida en las pocas novelas que su madre había conseguido, no sin
esfuerzo, hacer llegar hasta sus manos. Novelas que leyó noche tras noche en
voz alta a su pobre madre, que nada sabía sobre letras y números, que nada
sabía sobre casi nada, y que la habían
salvado de caer en la más dolorosa de las locuras tras la muerte de todos
aquellos a quienes adoraba. Qué orgullosa se sentía de su querido Miguel.
Cuando el cartero le llevo una mañana fría y húmeda una
carta certificada, un escalofrío amargo le recorrió la columna vertebral. Su
perro Milka, un pastor alemán al borde de la inanición, le había avisado de la
llegada del hombre con unos débiles ladridos. Lorena lo observó aproximarse a
través de las cortinas hechas a mano por ella misma mientras sentía que una
fuerza indescriptible explosionaba dentro de su pecho.
Ni una palabra intercambió con aquel cartero raquítico y
sudoroso a pesar del frío casi polar. Lorena reconoció algunos de los síntomas
de la tuberculosis en aquel hombre, pero no tuvo el valor de decir nada. Sin
más, con el corazón en un puño, dejó la carta sobre la mesa de madera de roble
macizo del comedor donde hacía mucho tiempo que ya nadie se sentaba a comer. No
quería saber.
Durante las próximas semanas siguió con su existencia como
si nada hubiera ocurrido. A veces, la carta entraba en su campo de visión, pero
ella sólo se atrevía a mirarla de reojo para acto seguido ignorarla y volver a
sus quehaceres cotidianos. El día 22, por fin, reunió el valor suficiente y se
dirigió a la iglesia del pueblo, a tres kilómetros de distancia, para que Don
Juan le notificara aquello que con tanto terror temía, pero que ya sabía de
antemano en lo más hondo de su ser: que ya no le quedaba nadie.
No derramó ni una sola lágrima al recibir la noticia, que no
lo era tanto en realidad. Despacio, muy despacio, volvió dando un lento y
concienzudo paseo hasta la casa. Al llegar, sin tan siquiera quitarse el
abrigo, soltó las cortinas que ella misma había hecho muchos años atrás, las
empalmó a la lámpara de hierro forjado del comedor y subiéndose a la preciosa
mesa de madera de roble macizo se colgó. Su corazón tardó un minuto y cincuenta
y seis segundos en dejar de latir. A Lorena le pareció una eternidad.
Tres meses después, un joven exhausto recorrió emocionado
los tres kilómetros ladera arriba que separaban el pequeño pueblo de la casona
familiar. Milka, que había sobrevivido a duras penas, ni siquiera encontró las
fuerzas necesarias para dar la bienvenida a su amo. Ya desde el umbral, la
peste era latente. Sólo necesitó tres segundos para descubrir el cuerpo inerte
de su madre suspendido sobre la mesa del comedor a través de unas ventanas
desprovistas de las cortinas que siempre las habían protegido de la curiosidad
ajena. Más tarde aquel día, cuando la noche ya caía sobre las montañas heladas,
encontró la carta. Ahora comprendía: todo había sido un error.