sábado, 28 de febrero de 2015

Lorena no sabía leer


Lorena no sabía leer. Por eso, le llevó más de tres semanas descubrir que su hijo pequeño había muerto en el frente tras los convulsos combates de Enero. La carta que le habían enviado desde la asamblea general de las fuerzas armadas de la segunda república descansaba sobre la mesa de madera de roble macizo del comedor, una reliquia que la había acompañado desde los dulces tiempos de pan y chocolate una vez al mes, cuando su abuela materna, su muy amada yaya, quien había ejercido de madre y padre a la vez, aún vivía con ella y sus trece hermanos en aquella misma casona que ahora exhalaba su último aliento en la ladera sur de los Pirineos Aragoneses.
Tuvieron que pasar veintidós días para que Lorena comprendiera que Miguel, Miguelito, el más pequeño de la casa, el último que quedaba con vida, había fallecido en el frente. Todos los demás se los había llevado un mal invierno en 1927. Una maldita epidemia fulminante de tuberculosis le había arrebatado a todos los que amaba: sus preciosas gemelas de pelo rojizo, Elena y Juana, de tan sólo 3 años; Francisco, el más alegre y avispado de todos los niños del norte de Aragón (del mundo entero le parecía a ella); Marisa, que con tan sólo trece años parecía llevar el peso del mundo en la mirada, unos ojos celestes que se le clavaban a una en lo más profundo, un alma solitaria sin duda destinada a hacer grandes cosas; Carmencita, la mayor de todos sus niños y la más sensible a pesar de su deficiencia mental y física, condenada de por vida a estar postrada en una cama, la única de cuya muerte, siempre en secreto y no sin sentirse terriblemente miserable, Lorena se alegró; y, el último en morir, el que resistió con uñas y dientes durante 44 largas noches de insomnio, fiebres altas, sudores y sangre, el amor de su vida, su compañero. Se conocieron en la boda de uno de sus hermanos mayores el 13 de Mayo de 1910. Eran primos. Lorena tenía 15 años y su futuro marido 32. El mismo día que se conocieron acabaron retozando entre los cerdos y gallinas de la cuadra del tío Pedro. 9 meses después, el mismo día en el que su amada yaya fallecía repentina e inesperadamente de camino al mercado, vino al mundo la desgraciada Carmencita: la señal inequívoca de que Dios y la naturaleza los había castigado por sus relaciones incestuosas y por su desvergüenza. Pero es que tres minutos después de que sus miradas se cruzasen por primera vez ya era demasiado tarde para ellos: se habían enamorado al instante, no tuvieron alternativa.
Así que a Lorena sólo le quedaba su ángel guardián. Miguel, su hermoso niño regordete, cabezota y valiente como él sólo, un espíritu libre que creía firmemente en los valores de la república y que se había ido al frente feliz y contento de poder, por fin, entregarse en cuerpo y alma a una causa que creía justa y grandiosa, al igual que los héroes que había admirado toda su vida en las pocas novelas que su madre había conseguido, no sin esfuerzo, hacer llegar hasta sus manos. Novelas que leyó noche tras noche en voz alta a su pobre madre, que nada sabía sobre letras y números, que nada sabía sobre casi nada,  y que la habían salvado de caer en la más dolorosa de las locuras tras la muerte de todos aquellos a quienes adoraba. Qué orgullosa se sentía de su querido Miguel.



Cuando el cartero le llevo una mañana fría y húmeda una carta certificada, un escalofrío amargo le recorrió la columna vertebral. Su perro Milka, un pastor alemán al borde de la inanición, le había avisado de la llegada del hombre con unos débiles ladridos. Lorena lo observó aproximarse a través de las cortinas hechas a mano por ella misma mientras sentía que una fuerza indescriptible explosionaba dentro de su pecho.
Ni una palabra intercambió con aquel cartero raquítico y sudoroso a pesar del frío casi polar. Lorena reconoció algunos de los síntomas de la tuberculosis en aquel hombre, pero no tuvo el valor de decir nada. Sin más, con el corazón en un puño, dejó la carta sobre la mesa de madera de roble macizo del comedor donde hacía mucho tiempo que ya nadie se sentaba a comer. No quería saber.
Durante las próximas semanas siguió con su existencia como si nada hubiera ocurrido. A veces, la carta entraba en su campo de visión, pero ella sólo se atrevía a mirarla de reojo para acto seguido ignorarla y volver a sus quehaceres cotidianos. El día 22, por fin, reunió el valor suficiente y se dirigió a la iglesia del pueblo, a tres kilómetros de distancia, para que Don Juan le notificara aquello que con tanto terror temía, pero que ya sabía de antemano en lo más hondo de su ser: que ya no le quedaba nadie.
No derramó ni una sola lágrima al recibir la noticia, que no lo era tanto en realidad. Despacio, muy despacio, volvió dando un lento y concienzudo paseo hasta la casa. Al llegar, sin tan siquiera quitarse el abrigo, soltó las cortinas que ella misma había hecho muchos años atrás, las empalmó a la lámpara de hierro forjado del comedor y subiéndose a la preciosa mesa de madera de roble macizo se colgó. Su corazón tardó un minuto y cincuenta y seis segundos en dejar de latir. A Lorena le pareció una eternidad.

Tres meses después, un joven exhausto recorrió emocionado los tres kilómetros ladera arriba que separaban el pequeño pueblo de la casona familiar. Milka, que había sobrevivido a duras penas, ni siquiera encontró las fuerzas necesarias para dar la bienvenida a su amo. Ya desde el umbral, la peste era latente. Sólo necesitó tres segundos para descubrir el cuerpo inerte de su madre suspendido sobre la mesa del comedor a través de unas ventanas desprovistas de las cortinas que siempre las habían protegido de la curiosidad ajena. Más tarde aquel día, cuando la noche ya caía sobre las montañas heladas, encontró la carta. Ahora comprendía: todo había sido un error.

martes, 17 de febrero de 2015

¡Ay! el timing; el timing lo es todo.

Raphaella Rosella

TIMING. Me gusta la palabra. La considero (que es una palabra) útil. Sin embargo, me resulta difícil darle una definición concreta sin recurrir al diccionario. Tiene que ver con la temporalidad. Con hacer las cosas en el momento preciso, a su debido tiempo. Ni un segundo más, ni uno menos; ni un poco antes ni un poco después.
Pienso mucho en el timing. El mío está estropeado y pienso en el de la manera en la que una piensa en las cosas que no tiene, pero que le gustaría tener. Es decir, demasiado. Igual que se sueña con el novio que no se tiene, con el trabajo de los sueños, un viaje alrededor del mundo que no se ha hecho o unas tetas dos tallas más grandes.
De esta manera pienso yo en el timing.
Tiendo a hacer las cosas un poco demasiado pronto. Soy hija de la impaciencia. Llego con antelación la gran mayoría de las veces. Quiero recoger los frutos antes de que maduren y, por supuesto, luego no me sientan nada bien y vomito durante una semana entera. Entonces, me digo a mi misma, repetitivamente, como un mantra, que la paciencia es la madre de la ciencia. Inevitablemente vuelvo a ir mal de tiempo.
No digo lo que pienso cuando pienso que es conveniente porque creo que, como casi siempre, estaré yendo demasiado deprisa. Sólo para darme cuenta, demasiado tarde,  que esta vez, no las anteriores ni las posteriores (a las que seguro he llegado o llegaré con antelación), voy con retraso y que eso que al fin digo debería haber sido dicho no hace tres minutos, sino hace tres semanas. Esta vez, para cuando me he acercado al árbol en busca de mi recompensa, todo el mundo ha pasado ya por allí y se lo ha llevado todo.
A esto me refiero, pues, cuando digo que tengo el timing estropeado. Me parece que lo hago todo muy pronto o muy tarde: estoy en el lugar equivocado en el momento oportuno.
¡Qué cruz la mía!