Muy poco tenía que ver la belleza con las características
físicas objetivas de aquellas mujeres. Muy poco tenía que ver con los desfiles
de miss mundo o las pasarelas de Paris. La belleza fue encontrada en todos los
rincones del planeta, en todo tipo de mujeres con diferentes edades, pesos, color
de ojos y tamaño de pechos. Lo que las hacia guapas no eran unas proporciones
concretas y una talla X. Toda su vida le habían hecho creer que el patrón de
belleza se medía según aquellas chicas que salían en la tele y los anuncios,
las modelos, las revistas de moda y del corazón, las películas porno incluso y,
a veces, también las novelas. ¿Quién decide eso?
A partir de entonces decidió que cada mañana, al mirarse en
el espejo, dejaría de preguntarle quién era la más bella del reino.
Efectivamente, no era ella. Pero, en cambio, se homenajearía a si misma con
tres “Guapa!”-s en voz alta y clara. ¿Y qué pasó entonces? Ante su mirada
atónita, día tras día su melena brillaba más, sus ojos cobraban un esplendor
especial, sus granitos y puntos negros desaparecían y a medida que sus pechos
se hacían más grandes, su culo se hacía más pequeño.
(...)
No, que va, no pasó nada de eso.
(...)
No, que va, no pasó nada de eso.

Toda su vida había deseado, metiendo tripa frente al
espejo, pesar un par de kilos menos. La
paradoja estaba en que su peso había variado a lo largo de los años, pero los
dos kilos de más parecían una constante. Empezó a comprender que quisiera o no,
nada podía hacer ella para cambiar el tamaño de sus caderas, su altura o su
número de pie. Además, en la lotería de la vida también le habían tocado la
celulitis maldita, unos pezones demasiado grandes para unos pechos más bien
pequeños, una frente estrecha y un tipo de piel grasa que la horrorizaba con sus
rojeces y granos. Vamos, el gordo de navidad.

Pero lo que sí que pasó cuando empezó a llamarse guapa
frente al espejo es que cada nuevo día, ahora comenzaba con una sonrisa por lo
estúpido del acto en sí. Y coño, resulta que su sonrisa no estaba nada mal,
tenía una perfecta alineación de dientes y una coloración aceptable. Y con la
risa, sus ojos verdes adquirían un hermoso brillo. En efecto, se veía un
poquito más guapa. O más que ver, así lo sentía.
Había conocido a muchísimas mujeres a lo largo de su vida.
Las más hermosas eran aquellas que, habiendo aprendido a quererse a si mismas
primero, destilaban amor por la vida y por los demás por cada poro de su
cuerpo. Se las diferenciaba a lo lejos por el tamaño de sus sonrisas, no el de
sus pechos. El amor hacia el propio cuerpo, fuera como fuera, les había dotado
de seguridad, serenidad, felicidad.
Pensó en sus amigas, sus primas, las compañeras de trabajo y
de universidad. Todas quisieran cambiar algo en sus propios cuerpos
influenciadas por ese ideal de belleza que nos llevan vendiendo desde hace
muchísimos años. Ese maldito ideal que lleva a la anorexia, a la bulimia, a la
depresión, a la ansiedad y, sobretodo, a la infelicidad a miles y miles de
mujeres y hombres cada día. Desde que tenemos 12 años hasta que cumplimos los
70 (si es que algún día acaba la auto-tortura). Y, joder, qué triste es. Cuanto
tiempo perdido.

Puede que no fuera la más bella del reino, pero era, sin
lugar a dudas, la mujer más hermosa de su propia república. ¡Guapa, guapa,
guapa! A partir de entonces sólo aceptaría que cruzasen sus fronteras aquellos
que fueran lo suficientemente sabios para saber verlo. Quizás ese había sido el
error durante todos estos años.