Vivimos en un mundo en el que no sirve de nada ser honrado, en un mundo en el que quienes mandan, nuestros jefes, los ricos y poderosos, los envidiados por todos, las modelos perfectas, los maniquies de la televisión que obedecen órdenes y manipulan la información y un etcetera más largo que nunca, han conseguido ser quienes son a base de pisar a otros, de jugar sucio, de mentir (u ocultar la verdad en su defecto), de hacer trampas, mamadas o donativos interesantes. No, por dios, no estoy generalizando. Como en todo hay excepciones, pero como decían en una película que vi hace no mucho, nosotros, por lo general, tendemos a ser la regla y no la excepción. Y, sin embargo, algunas veces, a pesar de los cabrones, del dolor, del deshonor, de las adversidades, la maldad...a pesar de todo y contra todo pronóstico, de repente, la vida te sonríe y durante algún tiempo incluso creemos que las casualidades son posibles, que los finales románticos de los cuentos de hadas existen, que los príncipes y princesas no se convierten en sapos envenenados, que la verdad y el bien siempre prevalecen sobre el mal y el sufrimiento. Llegamos a creer en el Karma, las señales, en Dios, el destino, las casualidades o en la suerte. Y si me permitís ser tan estúpida os diré que la vida no es tan perra a veces si crees en estas cosas, o al menos en algunas de ellas. Personalmente me gusta pensar como los niños que lloran porque ya no quieren ser niños y no quieren llorar como niños, ingenuamente, y como me enseñaron de pequeña: a las personas buenas les pasan cosas buenas.
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