jueves, 1 de abril de 2010

Los encantos de una meretriz que quiso jugar a ser princesa.


Érase una vez una de esas mujeres de mediana edad, de clase media, medio guapa, de estatura y peso medio. Vamos una de esas madres normaluchas que te encuentras a la salida del colegio, o en el super, o en el parque, o en el ascensor. Sí, seguro que ya te estas imaginando a unas cuantas. La vecina del segundo, la madre de María, la mujer del entrenador, la del coche rojo...
Bueno, pues esta en concreto se llamaba Deborah. O así la llamaban los hombres que acudían al apartamento clandestino de la calle x, en el piso x y que pertenecía a Madame Vivian, una mujer como tantas otras, de ropa ceñida, cejas demasiado depiladas y un maquillaje que intentaba tapar las heridas que le había hecho la vida, sin conseguirlo.
Hombres de todas las edades, de todas las profesiones y de todas las condiciones sociales acudían allí y muchos de ellos pedían expresamente los servicios de la tal Deborah, la morena esa que no está mal. Qué mejor que aquel oscuro lugar perdido entre las calles sin nombre de la ciudad, discreto, apartado, anónimo, para solicitar a una puta con nombre de zorra todo lo que en su vida de ejecutivo educado con traje y padre de familia no estaba bien visto.
Lo que no sabían era que Deborah sólo quería encontrar un poco de cariño en los brazos sudorosos de los desconocidos, obesos y borrachos la mayoría de las veces, que acudían a ella en busca de sexo barato y fácil. Una búsqueda desesperada de amor de la que ni siquiera ella era consciente.
Por eso, cuando un cliente la miró a los ojos por primera vez en todos sus años de servicio al deseo insaciable y perverso de los hombres respetables, y le pidió un francés sin condón, pensó que quizás aquel era el bueno.

2 comentarios:

  1. Pues me parece a mí que Deborah se equivoco de profesión para encontrar cariño.
    Nunca he encontrado un trabajo en el que me den cariño,me conformo con que me respeten.
    Saludos!

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