sábado, 11 de septiembre de 2010

Es agradable sentirse viva. Cuando metes tanto la pata, hasta el más hondo de los pozos llenos de fango, que te sientes fatal, idiota, ridícula, vocazas. Hablamos demasiado, sin pensar, y actuamos instintivamente, como animales en celo, descontrolados, locos, eufóricos, completamente despreocupados y ajenos a las posibles, probables, consecuencias de nuestros actos infantiles. Pero entre todo el barullo alguien te lanza una mirada complice, o te observa en silencio, te abraza, comparte confidencias, o incluso cuando menos te lo esperas, te obsequia con un beso, así, sin más y porque sí. Y te perdona las infidelidades mentales, los descuidos del alma, los juicios precipitados, las opiniones débiles que sin soporte alguno acaban cayendo por su propio peso en un gran vacio, en el cajón del olvido. Te regala una sonrisa llenísima de dientes, enorme, de una belleza colosal. Me siento a salvo, protegida. Y yo, precipitada, perfeccionista, obsesa del orden, puedo perder el control, relajarme, disfrutar sin límite y hasta el final. Es agradable estar en casa.

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