Carlitos tenía seis años, dos orificios en su nariz, tres
hermanos más pequeños y cinco dedos en su pie derecho. Siete fueron las veces
que su madre, la señora María, tuvo que repetirle una mañana soleada e
inusualmente cálida de principios de Febrero que se tomara toda la leche del
tazón, ocho el número de calzoncillos de Superman en el tercer cajón de su
cómoda y tan sólo una la (única) vez en la que vio a su abuela paterna. Cinco
fueron los caramelos de menta y lima que esta le dio a escondidas en aquel
encuentro tan extraño y fugaz en el parque de la Santa Elisabeta y nueve los
lunares que podían contarse en sus rollizos brazos.
Carlitos había aprendido a contar antes de que su padre
perdiera su empleo y, por eso, ya desde muy pequeño, empezó a contar los días
que este pasaba en el sofá amarillento de la salita, mirando fijamente el
cuadro que ilustraba el desembarco de Normandía y sin nada más en lo que ocupar
su tiempo. Hasta el momento, había contado seiscientos ochenta y tres.
Carlitos era fan incondicional de la tortilla de patatas de
su madre, la señora María, que era una pueblerina casi analfabeta, mas
combativa y muy dicharachera, que había emprendido su viaje a la capital a las
diecinueve treinta de una tarde de hacía ya quince años. Todo estaba completamente
velado por una niebla que impedía ver con claridad más allá de los pies de una,
pero, a pesar de haber estado desplumando pollos durante doce horas seguidas
sin descanso, la señora María dio comienzo a su viaje con la intención de comprarle
un sombrero a su hermana Teresa como regalo de bodas. Al final, ni tan siquiera
asistió a la ceremonia y tampoco regreso jamás al pueblo que la vio nacer y
florecer. Su hermana Teresa, para disgusto y decepción de su recién estrenado
marido, pasó las cuatro horas de la breve noche de bodas llorando esta
ausencia.
Una vez en la capital, la señora María quedó
irremediablemente prendada de las callejuelas estrechas y las cuestas empinadas
del casco antiguo y no quiso volver más a casa. O eso fue al menos lo que les
contó a sus preocupados padres en la carta de cuarenta y tres páginas que les
envió un mes después justificando su silencio durante aquellas angustiosas
setecientas cuarenta y cuatro horas. Los verdaderos motivos, dicen las malas
lenguas, tuvieron más que ver con la noche en la que perdió su virginidad con
tan sólo quince años, que fue precisamente la primera que pasó entre los muros
que rodeaban la parte antigua de la ciudad. Allí, un hombre que por aquel
entonces aun no conocía y que después se convertiría en su marido y el padre de
sus cuatro hijos, hizo el amor con ella en un callejón sin salida al final de
la calle Retuerto. Las malas lenguas también rumorean que el nombre de aquella
callejuela se debe a que en ella aún descansa el espíritu de Daniel el tuerto,
un niño que acabó allí mismo con su vida con tal sólo doce años porque no
soportaba el reflejo de su propia imagen dibujado en todos los charcos y
escaparates de aquella sucia ciudad.
El catorce de Febrero, día de los enamorados, día de algunos
te quieros vanos y otros muy
sinceros, día de llenar floreros con flores que acabarán marchitas tarde o
temprano, o ahogadas por un exceso de riego, Carlitos cumplía siete años. Se
comió seis galletas de limón en el desayuno, estuvo cinco minutos mirándose en
el espejito del baño intentando atisbar algún envejecimiento prematuro, recibió
cuatro cromos como regalo de parte de sus tres hermanos pequeños y estuvo dos
minutos enteros frente a las velas de su tarta de cumpleaños para, con plena
concentración y un fervor ciego, acabar pidiendo tan sólo un deseo: que a partir
de aquel día, el número seiscientos ochenta y cuatro del reclutamiento, su
padre volviera a ser valiente, fuerte y todopoderoso. Como Superman. Y poder
quizás así, salir volando en busca de
empleo.
Bonito cuento numérico y desaforado
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